martes, 28 de junio de 2011

Del fracaso y otras miserias

Una jornada deportiva en Buenos Aires que terminó en escándalo -el partido entre River Plate y Belgrano de la provincia de Córdoba que mandó a los primeros al "infierno" de una categoría inferior por primera vez en un siglo y que ascendió a los visitantes a la liga mayor- y la desaforada invasión mediática de la eterna parcialidad rival de los vencidos -los "hinchas" de Boca Junios, coloquialmente llamados "bosteros-, ofendiendo, humillando, agrediendo a los simpatizantes del equipo caido en desgracia, me puso a reflexionar sobre qué tanto el deporte y su entorno -el fanatismo de las aficiones o "hinchadas" específicamente- son exponenciales de una cultura social que celebra la derrota ajena con más intesidad que las victorias propias, que desvía su inteligencia y sus recursos en evidenciar los defectos del otro en lugar de trabajar para corregir los propios y/o para trabajar y celebrar sus propios logros. Algo que según entiendo, proyecta y manifiesta desde esa actitud el eterno fracaso en que vive Argentina desde hace casi un siglo y que a otro nivel manifiesta la incapacidad colectiva para comunicarse entre sí y que deriva en la necesidad de explotar a la menor provocación o incentivo. Vemos una sociedad que aún en democracia ha soportado sumisamente gobiernos vergonzosos, dirigentes impresentables, corrupción a todos los niveles, muerte y humillaciones, padecimientos en carne propia -morales y materiales-, el despojo de lo que le pertenece -el salario digno, el respeto por sus derechos humanos y laborales e incluso hasta la libertad-, pero que es incapaz de soportar la derrota de su equipo de fútbol favorito, llegando en esas circunstancias a desarrollar niveles de violencia casi revolucionarios para hostigar a un árbitro, para amenazar a un jugador que falla un penal, para herir o asesinar a un aficionado del equipo contrario o para destruir un estadio. En Argentina el futbol ha matado más gente que la gripe aviar. Ha habido más incidentes -de menor o mayor gravedad- en cotejos deportivos que en revueltas o movilizaciones populares. Realismo mágico -realismo trágico, mejor- en pleno siglo XXI. Escribí algo en mi facebook, y como suele suceder con estos temas, se empezó a hacer grande. En lugar de publicar las dos o tres respuestas a los comentarios que recibí, decidí extender la reflexión y publicarla aquí de manera completa. Esto es lo que salió:


A mi amiga Karina Albrecht,
quien con sus  reflexiones pre y post partido me puso a reflexionar a mí

Toda una cultura y hasta una forma de pensar la de celebrar los fracasos ajenos. Tal vez por eso Argentina es un país que nunca termina de despegar, porque siempre nos gana el afán de dividirnos, de usar el pie no para caminar sino para que el otro se caiga. Así como en México es una cultura la de celebrar -literalmente- a los muertos, porque la propia muerte es una filosofía en sí misma, de múltiples lecturas y niveles de comprensión, en Argentina el celebrar el fracaso ajeno es una forma de vivir, de divertirse, de relacionarse y hasta de hacer política. Desde el famoso "Viva el cáncer" que aparecía grafiteado por todo Buenos Aires cuando allá por el '52 Eva Perón agonizaba, hasta el féretro de cartón con las siglas y colores del partido político oponente que un candidato quemó en un cierre de campaña -el patético y tristemente célebre Herminio Iglesias en el '83-, la sociedad argentina se ha caracterizado durante buena parte de su historia y casi toda la reciente, por ejercer el canibalismo en todas sus formas legales y posibles. Filósofos, sociólogos, antropólogos y politólogos ya lo han descubierto y definido en cientos de libros. Estamos y estuvimos siempre repletos de polos -unitarios-federales, azules-colorados, peronistas-radicales, Boca-River, porteños-provincianos, zurdos-fachos, Pappo-Charly, Soda-Redondos, y cuatro mil más- y en toda manifestación pública de cada una de estas castas siempre se puede apreciar el nivel de limitación -como muy bien lo calificó hoy Karina, una amiga mía- que promueve la represión del opuesto o el invalidarlo como arma de supremacía, dejando de lado el propio mérito y la propia capacidad de crear, de proponer, de lograr, como si la sola desaparición del rival, del contrincante -al que antropofágicamente se lo convierte en "enemigo"- validara el talento propio o aún más, lo constituyera. Ese afán de querer suprimir lo diferente es el que, llevado a lo macro, termina convertido en ideología. Y cuando la intolerancia se convierte en idelogogía la historia se abre para escribir sus páginas más trágicas.




Las pequeñas historias se suman y escriben las grandes. Ergo, si indivualmente nos -mal- comunicamos a través de la mencionada intolerancia ya sea con palabras o con piedras, colectivamente seremos una sociedad intolerante. Si la falta de respeto es la forma en que elegimos para alcanzar un estado material, mental o emocional deseado -por ejemplo, para divertinos, según el modelo que la telebasura verácula autodefine como "tinelizar" en honor al adefecio mediático - Marcelo Tinelli- que convirtió en humor enfermo la burla sangrienta, la utilización del otro sin su consentimiento en plan humillante, la banalización de lo genuinamente popular y la exaltación de lo grotesco como antídoto o aborto de todo posible recurso inteligente aplicado al entretenimiento-, entonces el reirse de la desgracia ajena -cuando no provocarla-, el pasarse un semáforo en rojo, el colarse en una fila, el verle la cara a quien se deje -por boludo o por confiado-, el querer sacar ventaja, etc, serán los valores sociales predominantes. Entonces resulta que reclamarle algo al gobierno pierde toda validez, porque la propia sociedad hace lo mismo que reclama, nomás que a escala doméstica. Y en una democracia el gobierno siempre, pero siempre representa a esa sociedad, menos ideológicamente que culturalmente, sea quien sea el César o la Cleopatra de turno. Por eso cambia el gobierno, cambian los partidos y las cosas siguen igual. Y, recuperando el ejemplo de hoy, mientras que a la mitad más uno -como se autocalifica la afición boquense- que no ganó nada y que hace leña del árbol caido, llevando la burla a niveles depredativos sin ponerse a ver que sus estadísticas deportivas son casi tan lamentables como los del rival que descendió y que la promoción también le va llegando a la Vuelta de Rocha; digo, si a esos posibles firmantes de la teoría inversa de Darwin -que sostendría, en caso de existir, que el mono desciende del hombre-, se le agregan los violentos e intolerantes de la mitad menos uno que con su desquiciado comportamiento estaría en condiciones de demostrar la validez de la misma teoría, destruyendo uno de los dos mejores estadios de la Argentina, el que para colmo de bárbaros es su propio estadio, y que por si fuera poco mandó al hospital a un kilo de gente, nos vamos a encontrar con una suma peligrosa de gente que pa' pior -diría mi abuela-, vota y elige de todo, incluyendo presidentes. Como dicen en mi pueblo, la culpa pues, no es del chancho. Tenemos ni más ni menos que lo que nos merecemos. En el gobierno, en la tele y en el deporte. Por lo que lo que ocurrió este domingo 26 en Argentina entre vencidos descontrolados y convidados de piedra que como no tienen nada que celebrar eligen asociar su irrespetuosa y grosera alegría al fracaso del otro, excede un mero evento deportivo -como leí por ahí-. Es una postal de lo que somos y de porqué nos va como nos va... y nos seguirá yendo.


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